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POEMAS

Un Dios principiante

Este era un dios principiante,

era su primer universo,

no sabía muy bien el cómo,

carecía de tantas cosas…

Era un dios de amor absoluto

era un dios sin ninguna experiencia

con poca trayectoria divina:

Era su primer trabajo.

No sabía muy bien

cómo hacer que funcionara la vida,

a veces, casi siempre, obraba en prodigio,

otras , era impredecible.

Oscilaba entre el milagro de lo perfecto

y lo inexplicable de lo mal-formado,

al fin y al cabo, para ser dios,

también se requiere experiencia.

Este dios había practicado,

había transitado por el universo

de un creador que en su barba

albergaba miles de criaturas,

había sido mortal, ángel y demonio,

conocía a la perfección todos los cargos,

sin embargo, para ser dios,

le faltaban aún muchos años.

El dios principiante

lloraba sin consuelo,

sin cesar su práctica,

no siembre con resultados

confiables.

Se preguntaba este creador imberbe

cómo hacer sufrir a sus mortales

las consecuencias de su aprendizaje

Una y otra vez, cada que un niño

salía pegado a otro niño

o que le salía

una tortuga con escamas,

este dios sufría, pedía perdón,

se lamentaba, oraba,

al dios que le seguía en jerarquía.

Llego a ser incluso,

este dios sin experiencia

un dios sin fe, en ocasiones ateo,

no creía en sus colegas ni en sus superiores,

sin embargo, era un dios resuelto,

un dios con sueños, un dios con garbo,

y aunque a veces pareciera que improvisaba,

cada vez que una flor le salía hermosa,

pues las flores eran lo que mejor sabía hacer,

se sentía el Dios omnipotente

que cualquier dios sin experiencia

siempre habría soñado.

Experiencia de Patria

Que hermoso sería vivir una experiencia de patria

saberse protegido, resguardado, amado

por un estado sagrado y soberano.

Que hermoso sería vivir en un entorno

construido con el aporte de todos

incluso de los políticos y de los gobernantes.

Vivir sin temor, vivir sin rencor,

no ver armas por televisión

no sentir las balas que rozan el corazón.

Que hermoso sería

de una comunidad ser parte

de un sueño común

ser uno más.

Que triste envidia de los que han sentido

el cobijo de una patria

que triste…

Hermoso sería tener una experiencia de patria

sentir útiles estos siglos de trabajo

vivirse como un ser humano.

Quimera abrazar un sueño imposible

en un estado del que se han apropiado

¿Podré sentir alguna vez la experiencia de patria?

¿Saberme protegido, resguardado, amado

por un estado sagrado y soberano?

Una sola Voz

Soy indio de Ontario

Recibí los golpes que en la escuela me daban

Para que olvidara mis palabras y aborreciera a mi pasado,

Soy minero boliviano,

Recibí los golpes del conquistador y la herencia

De una fe entregada a golpes de látigo,

En Colombia mi tez campesina 

Trató en vano de esquivar las balas

De unos ejércitos descoloridos e indiferenciados.

Me prohibieron mi lengua,

Pretendieron borrar mi piel

Llenaron mi tierra de líneas macabras,

Partieron el gran país que era de los incas,

mapuches, apaches y Sioux y muchos otros.

Los cantos de los  beothuk 

En una polifonica sonata

Se mezclaban con las voces Caribes,

Mayas, emberas, aztecas y maidú.

Esquimales, atabascos y hurones,

Éramos un solo pueblo,

Hoy somos dolor.

Hasta que la voz del castellano

No se mezcle con las almas de los ancestros

Golpeados desde niños

America, mi America amada

No volverá a sonreír,

No dejará de morir en una eterna bala.

Diplomas y certificados

Diplomas y certificados

Permisos para usar la sabiduría,

Visas para esa tierra prometida

En donde Dios aún no es doctor,

Ejerce de tegua…

Ese mundo de idilio

Entre el conocimiento

Y la plenitud financiera

En donde sólo pesa

Lo que puede ser vendido

O lo que puede ser comprado.

Nunca soñaron los señores de la alquimia

Ni los más sabios ilustrados

Que la rúbrica del poder hecho academia

Encerraba la promesa del huevo

De los poderosos filósofos

Nunca los eruditos y los magos

De Occidente y de Oriente

Profetizaron este triste azar

Para el conocimiento

Hecho indicadores, 

Hecho trizas tras una carrera

De hípicos delirios.

Pitágoras se hizo a la mar en Samos

Con un mundo místico de números.

El universo moderno del comercio

Concretó los arcanos en indicadores,

Lo sacro en redituable,

Los sueños en emprendimientos

Los dragones y las gárgolas 

Que habitaban en la pluma del maestro

Debieron convertirse en innovaciones.

Los hechiceros de hoy

fungen como tecnólogos,

Los sabios son doctores

Las vestales perdieron esa pureza

Que podía ofrendarse al plenilunio

Y Dios ahora aspira a un diploma más

Para legalizar su ejercicio 

Como artífice de un mundo.

Destructor de estilo

Una vez más he llevado mis textos

ante los ojos del destructor de estilo,

mi trabajo luce impecable,

desprovisto de errores y gracia.

y al parecer

carente de significado.

Mi destructor de estilo,

corta con sabia prudencia

de  erudita asepsia

toda la vulgar coquetería

entre el niño que me habita

y el hada del lenguaje.

Para mi destructor de estilo,

las palabras son entidades

carentes de sensualidad

e incapaces del juego,

mojigatas de oficio

que aprendieron a vivir

en alfabético sarcófago:

Ni una ronda, ni una copla coja,

se escapan jamás

a su implacable hoz correctora.

Cuando salgo de la casa

de mi destructor de estilo

me embriaga la elegancia

lo impecable 

y el luto de que lo quizás

alguna vez quise expresar.

Niño Guerrillero

Nunca comprendí en que momento

dejé de jugar con carros y con pitas,

con trompos y con “tapitas” de gaseosa,

Nunca entendí porque me mataron

a mis hermanitos,

todavía los veo gritando, humillados,

al lado de mis padres y de mis tíos

que también volaron.

Nunca comprendí

porqué me “cuidaron”

porqué me enseñaron

a maniobrar sus fusiles,

porqué me enseñaron

a poner minas,

porqué me enseñaron

a odiar a una gente 

desconocida y elegante.

Nunca comprendí

porqué me enfrentaron

en su guerra,

porqué me enfrentaron 

a sus miedos,

porqué me heredaron

su desesperanza.

Hoy camino por ese campo

que estuvo lleno

de florecitas, de huertos,

de esperanza

y miro mi fusil,

ese que ha matado a tantos

y no entiendo

en que triste momento

esos señores

me convirtieron

en un niño vestido de verde,

con  cara tiznada,

sin sonrisa, sin padres, sin hermanitos,

sin campo y sin labranza.

No comprendo

eso que sucedió,

Dónde estaban los que podían cuidarme,

dónde estaba Dios,

dónde estaba la patria.

Carta para un sicario

Señor que administra la muerte

como si se tratara

de una valiosa mercancía.

Viajas de un lado a otro

con tu extintor de sonrisas

siempre dispuesto

a truncar los sueños

en llantos de madres,

de hijos y de amadas.

Siempre dispuesto

a fabricar tu bienestar

con el ruido de tu pistola

y los gritos de esos

que caen sin que puedas lamentarlo.

¿Sabías que esa persona

que silenciaste en ese día

estaba a punto de ser feliz?,

¿sabías que lo esperaba

una princesa para redimirlo,

para redimirte

y para redimirnos a todos?

¿Sabías que en esa detonación

murió una esperanza?

¿Que el eco de ese tiro,

tan certero, dio en el blanco

y mató para siempre

ese sueño que llamábamos patria?

Te imaginas, señor de la moto,

que ese muchacho

al que disparaste la otra noche

era un profeta, y aquel otro,

un poeta, y otro más un hijo.

No lo creo, el ruido de tu motocicleta

abruma tanto el alma

que ya olvidaste

lo que era una canción de cuna,

una risa infantil o una caricia.

Quisiera que lo recordaras,

la próxima vez en compañía de tu pistola,

antes de dispararla, imagina un niño,

un llanto, una risa, un sueño,

una madre y luego piensa en tu dinero,

¿lo vale, señor que administra la muerte?

Entonces, si así lo crees,

dispara.

Pero si crees que ese niño, ese llanto,

esa risa, ese sueño y esa madre

valen más que tu billete,

habremos derrotado

la tristeza de tu arma,

ya no la necesitarás nunca más

y podremos abrazarnos.

¿Podremos volver a llamarte patria?

En un amanecer campesino

en donde los cantos de la vida

preceden a la luz

un país herido

descubre el ínfimo hálito

de nuevas promesas.

Ha pasado la lluvia

que luego de aplastar a todas las flores

sólo ha dejado recuerdos y desvelos, 

una nube gris que se llevó los colores,

que se llevo las risas, los niños, la inocencia,

una nube gris que se llevo la simple palabra

país.

Iuma, el espíritu de ese muchacho

que no cabía sobre la tierra

se ha emplazado de nuevo sobre la altitud,

viste un tocado de siete colores,

se le observa tranquilo y alegre,

orgulloso porque en su plumaje nuevo

se despliega el nacimiento tardío

de una  esperanza.

Ayer, con el agua de panela

que tomábamos en la casita

los fantasmas de tantos abuelos

nos hablaban de un nuevo nacimiento,

la ceguera de nuestros dolidos ojos

cerraba las posibilidades de su entendimiento.

Invitaban a una nueva alianza

a un  tabernáculo

en donde se guardarían las promesas

y donde se incinerarían las penas,

los rencores y las deudas.

Esas voces de abuelos asesinados,

con su carita sangrante

pero con su ternura incólume

parecían incomprensibles,

¿de que serviría tanto desvelo

si no se empuñaban

las armas de los buenos

para restaurar el honor,

la gracia y la virtud?

Corregía el abuelo,

los buenos, hijito querido,

no tienen armas,

su sonrisa es un escudo,

su labranza es su fe.

En este nuevo amanecer

aparece la claridad,

la voz del abuelo,

en esa tarde tranquila

de tiplecitos y de agua de panela

todo empieza a tener sentido.

El resplandor de Iuma

sobre las montañas

de este pueblo querido

parece decir otra vez

que podremos volver a decir

la palabra patria.

No decidí ser parte de esta guerra

Son bautismo y registro civil

Situaciones obligatorias

No elegí pertenecer a esa iglesia

No elegí ser parte de una nación.

Hoy tengo cédula

También cupo

en el juicio de las almas.

No fue elección

Tampoco designio

Sólo cultura, costumbre

Ritual…

pecado original.

De tributale  a unos poderes

No me convencen,

No les creo,

Pero se gastan mis horas,

Mis monedas, mi alegría…

Esa nación a la que me inscribí

Sin saberlo, sin desearlo, sin soñarlo,

Decidió hacerse la guerra,

Asesinarse a sí misma,

A nombre de esos poderes

A los que fui inscrito sin quererlo.

Me cobran por existir

Y mi dinero lo invierten

En matar hermanos,

Me hacen asesino,

Matan a mi nombre,

Matan con el fruto 

De mi tributo.

Han decidido odiarse

Han decidido exterminarse

Convirtiendo mi cédula

En una triste mancha de sangre,

Haciendo que célebre sus triunfos

sus triunfos de muerte.

Nunca comprendí la guerra,

Nunca me expliqué la paz

Desconozco de las armas

Toda logica,

Pero mis recuerdos

están llenos de muertes,

Cadáveres que me reclaman

Haber comprado las balas

Con las que los asesinaron.

Los ojos de muerte próxima

De los niños, los campesinos,

Los abandonados, los miserables

Me piden explicación

¿Porqué compran las balas

Con mis impuestos?

¿Porqué protejo a los malos

Con mis oraciones?

No elegí ser ciudadano,

No escogí el bautismo,

tampoco existen salidas

Mi nacimiento incluía 

El boleto final a la nada.

Abjuro de la iglesia

Abjuro del Estado

Abjuro de los ejércitos

Desprecio mi cédula

Mi peor condena

A ser ciudadano

De una patria asesina,

Una patria que escoge la guerra,

Una patria que administra la muerte

Una patria trampa, una patria celda,

Una patria triste,

Una patria que me hace

soldado tácito de todas sus muertes.

Un día mi país decide la paz,

Decide el perdón,

Como si yo no hubiese perdonado,

Yo que me siento hermano,

Amigo, cómplice,

De todos los que habítamos la trampa.

Me dicen que mis impuestos

No comprarán más  balas,

Que todo será como antes

Que podremos abrazarnos

Que nuestro país será una gran alianza.

De ese país en paz si quiero ser parte

De esa iglesia que no  mata si quiero

Ser parte…

¿Mi cédula sea ahora membresía

De un Estado bondadoso?

Espero que así sea,

Sueño con un país verde,

Un país de vivos,

Sin balas, sin miedos.

Si no es así,

Declaro mi apostasía final

A esta farsa de la que me hicieron parte

Me declaro sin ciudad y sin iglesia,

Me niego a cargar las culpas,

Me niego a financiar los muertos,

Escogeré la vida si la patria no me merece. 

Tejidos

Ahí están todas las madres

resumidas en un tejido

en apariencia simple,

un entramado inmenso

de amor convertido en nudos.

En una asamblea de abuelas y tias

discurre, entre puntos y cadenetas,

el más inmenso poema latinoamericano,

un hilo que se hace eterno

y amarra en delicadas filigranas

corazones mil generaciones.

Feminidad hecha colores,

maternidad convertida en dibujos,

geometrías inmensas que transcriben

la espera eterna de las simples tardes.

Agujas que punzan el alma común

de un pueblo

que aprendió a derramar

lágrimas en intrincados diseños

que describen lo compleja

que puede ser la sinfonía

de los latidos simultáneos

de todas las madres.

Otrora cuando estos pueblos

aún se levantaban

del soplo creador la Pachamama

aprendieron de la tierra fecunda

a arropar los hijos con un hilo de besos,

a tomar prestada la vestimenta divinal

de las alpacas y las llamas

y convertirla en caricia universal.

Cuando el viento que quedaba

sin usar después del soplo divino

atizbó la posibilidad de instalarse:

lo hizo entre hamacas, ruanas,

chumbes, escarpines y cobijitas

que consolaban a las criaturas

de esta América querida

mientras las manos del conquistador

las arrancaban de su mundo.

Un tejido es una madre

que ha desafiado  la muerte

convirtiéndose en un “atadito” 

indestructible de nudos,

nudos que siempre estarán allí

como caricia, como beso, como entraña,

como canción de cuna,

como un cuento que se murmura

mientras los hijos recorren en sus sueños

el interminable entramado

de este inmenso arrope latinoamericano.

Defensa de mi loco

Me habita, me posee, me habla,

conversa dentro de mi cabeza,

su voz es multitud, 

grita, murmura, solloza, canta,

me hace creer que soy él,

le hago creer que soy yo.

Me intimida, me invade,

me llena de esperanza,

me hace creer que soy un árbol,

también me hace sentir 

que soy un madero,

un lápiz, o quizás un arco…

En ocasiones me asusta,

en otras se aflige con mi llanto,

parece como si su voz

fuera la de un sindicato

de hormiguitas 

metidas en mi alma,

que loco ese, que loco yo,

que locos nosotros,

mi loco y yo.

Unas veces habla mi idioma,

otras me hace sentir extranjero,

otras me incita a volar.

Una vez lo intentamos,

pero recordé que no tenía alas,

Pensé que había sido a tiempo,

él me dijo que cuando me crecieran

lo intentaríamos de nuevo.

Ese loco que me habita, me posee,

me habla, conversa dentro de mi,

ese loco que somos nosotros,

que soy yo, que soy él,

que es nosotros, que somos yo.

Ese loco que me habita

y me somete a una interminable cantilena,

es mi amigo,

me conversa,

me canta,

me hace dormir,

me despierta…

Ese loco inmenso

algunas veces pienso

que es la voz de Dios.

TEXTOS NARRATIVOS

La búsqueda circular

Mi rutina en aquellos días de soledad consistía en levantarme temprano, tomarme un agua de panela y unos panes fríos y dirigirme hacia la biblioteca pública. Ese lugar representaba todo para mí. Lo que tenía, lo que añoraba y lo que nunca habría de tener. Mi posibilidad de conocer el mundo residía en esos estantes en los que reposaban las vidas de soñadores que tuvieron la posibilidad de ver su imaginación convertida en texto impreso. Recorría una y otra vez los estantes en espera de que un libro mi hiciera el guiño… Todos los libros esperan ser leídos, pero aborrecen el momento en que los toma el lector equivocado. Ellos saben escoger sus interlocutores. Los libros, al igual que las cosas, poseen espíritu. Un espíritu que, como que todos, anhela encontrar, en su camino, a otro ser sediento de complemento.

En ese entonces yo era una señorita que representaba bastante bien los ideales y la realidad de la pequeña burguesía. Me vestía a la usanza de otras de mi edad y circunstancias. Usaba colores fríos, quizás como representación del inmenso eco de un lejano invierno que se había apoderado de mi alma. Una vez intenté fumar, mis amigas dirán que allí encontraría eso que me ayudaría a superar mi tristeza. No funcionó y lo dejé con rapidez… Otra vez intenté comer con desespero… Tampoco allí estaba eso que me hacía tanta falta. Probé todas las compensaciones hasta que un día, al parecer, encontré lo que estaba buscando: la biblioteca pública. Ese inmenso lugar en donde reposaban todas las soledades de la historia, listas para acogerme con su solidario abrazo. Kilómetros de caminos recorridos por hombres y mujeres desesperados que, como en aquel cuento infantil, dejaron guijarros para encontrar la pista de su camino de regreso y para permitir que otros transitaran sus recorridos. Ese universo de los libros de biblioteca, libros sin dueño, que esperan, con la ansiedad de una damisela, la posibilidad de ser devorados por un amante furtivo que les recompense con el único dinero que realmente existe, el de la gratitud.

Esa era yo. Una jovencita solitaria que había decidido dedicar su vida a conocer una biblioteca porque sabía que allí estaba el mundo y porque también sabía que, a través de esas páginas, recorridas por tantos ojos, sería la única posibilidad que tendría de hacerlo. Una jovencita que sabía que su consuelo y su única compañía eran los abrazos lejanos que, llenos de olvido y hongos, habitaban en aquellos opúsculos. Tan olvidados que, en sus tarjetas de préstamo, recordaban haber conocido sólo unas pocas casas, algunas en años distantes.

Me fascinaba en leer los libros, pero también en fantasear sobre su historia e indagar en sus cortas vidas. Uno de ellos, por ejemplo, sólo fue prestado una vez durante el siglo pasado. La primera y única vez, una semana de la que, según la anotación del bibliotecario, había sido adquirido. 1700 páginas tenía. El lector lo tuvo en su casa sólo un mes. Parece haberlo leído completo porque en la última página había una mancha de café. Me preguntaba quién habría sido el lector. De qué magnitud sería la soledad de su espíritu. Tomé nota de su nombre Alberto Uzuateguí Ramírez. Un nombre anónimo, al parecer, sin embargo, su soledad me llamaba profundamente la atención. Despertaba tanto mi curiosidad que me dediqué, desde ese entonces y por varios años, a buscar tarjetas de préstamo en todos los libros, indagando por la presencia de ese señor. Como si fuera una detective, buscaba los libros, apuntaba sistemáticamente la fecha en que Alberto los había tenido en su poder. Buscaba las huellas de esa relación. Ordenaba las lecturas de mi amigo, de manera cronológica y leía, leía con desesperado interés buscando los confines del espíritu del señor Uzuateguí.

¿Quién sería ese ser?; ¿Por qué leía tantos libros en los que los personajes agonizaban, sin morir, durante toda su vida?; ¿Por qué leía tanto sobre amores inconclusos y tristes?… ¿Por qué Alberto se parecía tanto a mí, Josefina Alzate? Estábamos separados por tantos años, sin embargo, nuestras almas estaban tan cercanas. Era todo un enigma. Mi soledad se había convertido en una soledad acompañada por un ser del pasado. Un ser que seguramente estaba muerto pero que, gracias a mi curiosidad, se había de transformar en el amor que nunca había tenido. Hasta que llegó aquel día en que todo habría de dar un giro inesperado.

Ese día, como todos los otros, acudí a la biblioteca con la tarea de explorar un extraño libro de poemas medioevales que había estado en manos de Alberto. Mi dulce Alberto. Lo leí con avidez hasta que llegué a una página en la que, después de un poema en el cual un bardo había dejado de pretender a la doncella de sus anhelos, había un papelito doblado. Era una carta. Escrita en un papel que parecía menos antiguo que el resto del libro. A lo menos tendría unos 40 años. Se trataba de una misiva escrita con una impecable caligrafía. Cada párrafo iniciaba con una letra capital cuidadosamente adornada. El autor parecía ser una persona culta, lo deduzco por la calidad de la escritura en términos de su belleza caligráfica y de su contenido, escrito con sencillez y elegancia. Al final estaba firmado por Alberto y rematado por una rúbrica que demostraba, sin duda, la alcurnia de su ser. Sólo un aristócrata del espíritu y del mundo podría escribir así. En la carta Alberto decía que ese amor que le daba alimento a su vida, el amor más grande que había conocido durante su existencia, debería terminar. Para siempre. Su determinación era terrible y en su voz, que yo había aprendido a escuchar al compartir sus lecturas, sonaba tan triste que no pude hacer otra cosa que llorar, llorar con amargura. La más grande amargura que había conocido mi corazón hasta entonces.

Fue tan triste mi desventura que desde ese día dejé de acudir a la biblioteca. Es más, dejé la lectura. Si se puede decir, de esa manera… abandoné la vida. Me dediqué a ser lo que mis padres querían. Una mujer exitosa e inmensamente triste. Una mujer realizada en su oficio, pero completamente estéril en su vida. Es decir, una mujer aparentemente feliz, en los términos que demandaba la sociedad.

Todo transcurría en medio de una espantosa cotidianidad. Los días estaban llenos de logros profesionales y financieros. Las noches estaban llenas de lágrimas. Las lágrimas estaban llenas, a su vez, de más lágrimas y los sueños habían dejado de ser sueños para convertirse en abismales ventanas hacia la más absoluta obscuridad. Anhelaba la noche para dejar de vivir y abrigaba la esperanza de que cada una sería la última de las mías.

Un día de tantos, de esos en los que la cotidianidad se convierte en un prurito que obliga a rascarse el alma. Un día de esos en los que sonreír se convierte en la más titánica de las tareas. Tarea necesaria para seguir siendo una misma… o bien, para seguir dejando de ser… Un día de esos en los que es imposible saber la fecha porque nada en el horizonte marca una diferencia. Ese día, sentí el impulso desesperado por acudir a la biblioteca. Una vez más… de urgencia. En obediencia de un llamado que no comprendía pero que debía de acatar de manera perentoria. Una vez más para encontrarme con ese libro. Con esa carta, firmada por Alberto. Ese hombre de modales exquisitos del cual mi alma se había prendado para siempre. Necesitaba saber quién era la persona a la cual él le había escrito.

Tomé el libro. Busqué la página en la que estaba la carta y me encontré con algo que no pude comprender. Unas páginas después estaba la respuesta. Una carta en la que una mujer le respondía a su enamorado. Una carta que mostraba, en sus cortas líneas, el más puro amor del que he tenido conocimiento. Sus trazos eran suaves, en ellos se veía una dulzura que apenas acariciaba el papel para dejarlo marcado con sus pensamientos… Al final se apreciaba la firma, esa firma que sólo pude ver una vez en mi vida, esa firma con la que habría de terminar mis días. En la carta, se despedía, “con dolor, y por siempre tuya, Josefina”.

Bello, agosto 20 de 2016